Era 1995 y David
Fincher —director curtidísimo en videoclips
pero casi un recién llegado al largometraje— nos regala una cinta que es el
punto de partida del thriller actual.
Una policiaca pop que por fin, aunque
ya en El silencio de los corderos se
diera el caso, nos pone en bandeja de plata el miedo. Pero no servido entre arcadas, que oye si sois de
estomago sensible no os voy a negar que haya escenas que no os las produzcan
pero, en este caso, amigos, con coco, con mesura, con inteligencia, dándonos un
villano sutil, inquietante, odiable —por supuesto— pero de discurso
desarrollado porque el terror de verdad entra por la mente. Cuando te lo
presentan con su camisa, su corbata, sus zapatos limpios y su verborrea
caballerosa, y te lo enfrentan a dos policías —excelentes los Freeman, Pitt y
compañía— con sus cicatrices e ilusiones respectivamente, con los que empatizas
porque cuándo no es el día que viendo los telediarios no sientes que la vida es
una mierda.
Y recuperando a Fincher, como a todo su equipo de guión,
música, fotografía —los A. K. Walker,
H. Shore y D. Khondji— gracias por auparla a la categoría de obra maestra
en su género —al que aportan con sumo gusto de acción tan bien tratada que te
encoges—, habiéndole dado el ritmo, el tono; las dosis de asfixia, de
dolor, y de amor porque escuchad qué hay
mas terrorífico que poder perder la vida de quien más amas en nombre de Dios,
¿pero en serio?
Vedla y odiareis —o quizás no— los días de lluvia.