Estas palabras me las acabo de sacar
de la manga pero qué es magia sino el ingrediente máximo de esta película. Un
mediometraje de treinta y cinco minutos que ese mismo año ganó un Oscar al
mejor guión y al año siguiente se colocó en el Top de las mejores películas
extranjeras para la National Board of Review y fue nominada en la categoría de
mejor película extrajera por el Circulo de Críticos de New York. ¡Ahí es nada,
amigos!
Estamos en una ciudad de Francia. La
pobreza y el desanimo lo impregnan todo. Vemos a un niño —revoltoso se deduce
pero muy perspicaz— que va camino del colegio. Viste de gris, arrastra una
cartera que pesará más que él y libera un globo que se encuentra atado a una
farola. Decide no separase de él, lo convierte en su compañero. Ha de subir al
autobús pero cuando le niegan el acceso por no querer desprenderse de él,
decide ir a pie. Y corre, corre hasta llegar a la escuela. Cumple su deber y
regresa a casa, está contento, tiene un amigo. Su único amigo. Un amigo rojo y
que dan ganas de comértelo porque reluce con el brillo de una piruleta.
¿De dónde sacaría Lamorisse padre un
globo tan brillante que es la metáfora de la ilusión así como el objeto
—palabra más desacertada no hay— para desencadenar la crueldad? De dónde porque
os recuerdo que es 1956, y cómo porque, qué final, por favor. Sí, sin apenas diálogos, tiene el desenlace
más bello del planetario cinematográfico.
¡Vedla!