En 1940 George Cukor nos regaló una de las
mejores comedias románticas que el público recuerda. Divertida, revolucionaria, inteligente,
mordaz, simpática, a veces sexy, y brillante en su realización es
deliciosa.
Siempre
fascinante en su papel de mujer rebelde Katharine Hepburn, adelantada a su
tiempo, no solo de fuerte carácter sino indómita, nos empuja para acá y para
allá en una fantasía de amoríos mientras, uno inocente desde la butaca de casa,
apuesta por con cuál de los dos protagonistas masculinos terminará casándose,
despejando la incógnita del prometido soso de una patada porque sería lo fácil,
lo correcto, aquello que sus padres y la sociedad aprueban en una chica de bien.
¿Pero estamos ante una chica de bien? ¡No! ¡Ella quiere ser quien decida su
futuro! ¿Y en aquellos tiempos qué pintaba una mujer poniendo voz a su vida?
Los
otros dos pilares de la función son Cary Grant y James Stewart, conductores
excelsos del comportamiento alocado de Hepburn; sus dos palmeros de honor en
una comedia que es un enredo muy bien orquestado y que, oh, sí, hasta mantiene
su intriga hasta el final porque la magia del amor no tiene porque ser
predecible.
De
ellos, los arriba seguramente mal nombrados palmeros
porque qué haríamos sin la candidez de Stewart y la elegancia truhanesca de
Grant, la cinta quedaría coja, falta de un dialogo entre el ying y el yang
que te hace explotar el cerebro cuando se enfrentan por el amor de esa mujer,
la fiera de nuestra niña, la que no permite que decidan por ella pero sí decide
por todos. Verlo es increíble.
Os
la recomiendo, leales amigos.